10 septiembre 2007

27.10.05 Sueños Etereos


Estaba yo sumida en mi sueño, cuando noté un suave roce en mi brazo, entreabrí los ojos, y allí encontré la más bella imagen que el mundo jamás podría darme, allí estaba, majestuoso, con su porte frágil, elegante, etéreo. Sus crines ondeaban con la brisa y sus ojos sólo se libraban de las mismas, gracias a su brillante cuerno que nacía en su frente y se elevaba hacia arriba como queriendo alcanzar la luna en una espiral de resplandeciente blancura. Al notar que despertaba se alejó de mi unos pasos, y mientras me incorporaba todavía algo aturdida del sueño, sus profundo ojos negros no dejaron de mirarme exhortándome a seguirle con presteza, tenía mucho que mostrarme y demasiado poco tiempo. Abrí bien los ojos, y lenta y suavemente mientras se despertaba mi cuerpo dormido fui acercándome a él, pero no me dejo ni siquiera rozarle, en lugar de eso dio media vuelta y comenzó a trotar por la fresca hierba que había sido mi lecho y que alfombraba todo el valle y el bosque de Abedules, hayas y abetos, hasta la mismísima orilla de la laguna del espejo donde yo dormitaba. Comprendí lo que debía hacer, y como si de repente una nueva energía me llenase emprendí mi corretear a su lado, salimos del valle, y mis sentidos cada vez más despiertos, eran capaces de ver, de sentir, de oler, toda la vida del bosque, los olores de la jara, la resina de los árboles, la humedad del musgo llenaban mis pulmones, los helechos impregnaban mi piel con las gotas de la lluvia temprana de aquellos días, purificando mi cuerpo y sanando así mi alma, preparándola para comprender... Pude sentir con mis pies y mis manos el torrente arrollador de vida que se hallaba adormecido en las entrañas de mi bosque, llegando a un campo de flores. Paramos, y dando vueltas y mil vueltas me deje caer sobre la alfombra de colores, Y miré al cielo y vi las estrellas, las mismas que unieron nuestras miradas... ¿fue en esta misma noche? Lo recuerdo todo tan lejano. No me importaba. Y allí tumbada, vinieron a recogerme las hadas, semidesnudas, apenas tapadas por alguna flor o enredadera, frágiles como el cristal, con su piel aterciopelada y pálida como la blanca luna, me tomaron para bailar con ellas al son de la alegre melodía de los grillos que cantaban el final del verano. Sin embargo sabía que no nos quedaba mucho tiempo... Su presencia majestuosa volvió a imponerse y de nuevo impulsada por una fuerza desconocida salí corriendo en pos de mi guía, no sin antes despedirme de mis pequeñas amigas, que aún con un asomo de tristeza en los labios siguieron bailando a su son. Corrimos y corrimos, cruzamos ríos y praderas, descubrí todo tipo de sensaciones nuevas a su lado, y después de correr lo que me parecieron días, él se paró... Miré a mí alrededor y descubrí un paisaje desconocido para mí, la arena bajo mis pies, aún estaba caliente por el sol del día, me agaché para tomar un puñado y se fue escurriendo entre mis dedos, fina, e inexorable como el tiempo. A mi espalda los últimos retazos de bosque y la liberación de un río; a ambos lados, arena, una playa de arena blanca deseosa de que dejaras tu huella en ella para no poder olvidarte nunca y ser testigo mudo de tu viaje, y de frente, con su suave mecer de olas, el mar, el inmenso mar... Azul casi negro como la noche, deformaba la imagen de la luna que vanamente buscaba allí su reflejo. Escuché... mmmmmmmm el ruido de las olas. Calma. Unos pasos lentos y seguros se acercaban a la orilla... abrí los ojos una vez más y allí estaba ella, la princesa del mar, la enamorada de la luna, con su vestido blanco de muselina de seda, con sus magas de largas chorreras, que la hacían parecer etérea e intemporal, avanzaba sin apenas dejar su marca en la arena hacia su reino, para limpiarse ante la atenta mirada de la luna, de la suciedad que su viaje por la rutina le dejaba en el corazón, y así cuando se hubo sumergido por entero en las aguas, abandonando su vestido en la superficie, emergió del agua con todo el ímpetu de un espíritu renovado, dejando para nosotros, sus inesperados espectadores, un maravilloso espectáculo de luces que las gotas de su pelo regalaban Al viento y que el firmamento tuvo a bien iluminar, era una lluvia de perlas de diversos tamaños y colores, que coronaban su renacimiento. Poco a poco nos fuimos alejando dejándola disfrutar de su propio descubrirse, y continuamos nuestro camino. Volvimos a sentir la verde hierba bajo los pies doloridos dándoles nuevas fuerzas para seguir a delante en esta carrera contrarreloj. Jugamos con los peces en los lechos de los ríos, saciamos nuestra sed en las aguas más puras mojábamos nuestras caras con el rocío de la mañana, llegando a las más altas montañas, aquellas de las nieves eternas, aquellas de escarpadas subidas cuyas cimas de nieves vírgenes se hallaban coronadas de piedra, como fortalezas que un dios construyó para proteger su altar. Y en la cima de la más alta montaña, la madre de las montañas, la más vieja, pero no por ello menos viva, se hallaba la doncella de las nieves, la buscadora de luz, su traje de seda azul, se confundía con el cielo. Su larga melena como una alfombra de hojas en otoño se mecía al viento, libre, sin ataduras. Parecía suspendida en el aire, liviana pero fuerte como la roca, inamovible, rozando apenas con las puntas de sus pies descalzos un colchón de nubes. Era la eterna buscadora, encaraba el solo con los ojos cerrados y los brazos extendidos para captar hasta el último hálito de luz, de vida. Sedienta de todo lo que pudiese llenar su espíritu, esperando que un día le creciesen alas y pudiese así tocar el sol. Mientras se llenaba de vida, un coro de luces danzaba a su alrededor, abrigándola en su frío, acompañándola en su eterna búsqueda. Y a pesar de que hubiese querido quedarme allí para averiguar cuánta vida era capaz de absorber, de nuevo la sensación de apremio se abrió paso y emprendimos el descenso. Cuando todavía no habíamos abandonado el paisaje rocoso, en un lugar donde las verdes praderas estaban salpicadas de dientes de roca bajo la mirada atenta de la montaña, sentí un cosquilleo húmedo, primero en mi nariz, después en mis brazos desnudos, mis pies, mi cara, mi cuello... empezaba a llover, una lluvia fina, fresca que reconfortaba al viajero cansado y amablemente lo limpiaba del polvo del camino. Los lobos comenzaron su cántico, dulce, añorante, salvaje... y fue mirando al centro de la tormenta que la vi. Su imagen se clavó en mi retina, subida a una roca saliente invocaba al trueno para que acompañase el canto de sus lobos. Lloraba, sumida en un caos de esperanza y anhelos, mientras seguí invocando con su voz alta y poderosa la llegada del trueno. Fui acercándome silenciosa como una sombra para poder contemplarla mejor, siempre acompañada de mi infatigable guía. Miré sus ojos y vi su dolor y un fuego salvaje que ardía consumiendo sus temores. Como una doncella guerrera, la señora de la tormenta desataba tempestades con todo el fuego de su ser. Alzó la mirada al cielo buscando una espada con la que luchar, al instante un rayo se coló en sus manos dejando una espada en llamas. Los lobos aullaron más fuerte honrando con su canto a su señora, ella alzó los brazos implorando la bendición del cielo para su lucha, dejó a un lado la invocación y arrodillándose aulló, aulló emitiendo un sonido potente y gutural emulando a sus camaradas. Escuchar ese sonido hizo temblar mi alma, estremeciendo mi esencia y la de mi guía, le miré y vi dolor en su mirada y no pudiendo soportar ese sufrimiento en él eché a andar vibrando aún por el canto. El tiempo se había acabado, el viaje tocaba a su fin, pero aún tenía una sorpresa para mí. Se acercó suave y lento a mi lado. Con mucho cuidado y muy despacito acerqué mi mano para tocarle, cuando las yemas de mis dedos siquiera rozaron su pelaje, me vi inundada de esperanza, sentí el poder de su espíritu, la sabiduría de quien mira el alma. Le acaricié de principio a fin, despacio, disfrutando de todo lo que me trasmitía. Una idea cruzó mi cabeza, “Cabálgame”. No podía sentirme más honrada, así que subí a su lomo y agarrada a sus crines cabalgamos veloces, más veloces delo que jamás nadie cabalgó; pasamos por los ríos, las fuentes, el mar, el campo de flores, atravesamos el bosque y llegamos a la orilla de mi lago espejo. Allí se detuvo, supe que realmente había llegado el final. Volví a sentarme en la hierba sin querer despegar los ojos de su imagen, de nuevo se acercó, y con un tenue roce de su varita espiral, caí dormida entre la nebulosa de imágenes y recuerdos, conseguí entreabrir los ojos para verlo alejarse sin prisa, y finalmente me venció el sueño. Aún dormida, noté mi puño cerrado, con gran esfuerzo abrí los ojos, solté el puño y allí entre los pliegues de mi mano se había escondido una crin. Sonreí, cerré la mano cerca del corazón y descansé tranquila...

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